miércoles, 4 de febrero de 2015

Sophie.

Anna tenía doce hermanas. Eran todas muy felices y solamente querían hacer feliz a su madre. Su padre murió ahogado en un bonito lago cerca de su casa de madera.

Ella y su familia vivían en medio del campo, sin coches ni vecinos molestos que solo te visitan para pedir sal o leche, y sin recursos ni medios para avisar lo más rápido posible a las autoridades o la ambulancia.

La casa de madera en la que vivían tenía un porche justo en la entrada, donde se podía ver una mesa con cuatro sillas de color blanco y un sofá balancín. La puerta de entrada estaba justo en el medio y dos ventanas la acompañaban a los lados. La puerta era lo más bonito del porche. Le daba un toque elegante a esa vieja casa. Era blanca, con cristales que impedían mirar el interior pero que sin embargo dejaban contemplar lo de fuera de la casa, y también unos barrotes verticales que la cruzaban de arriba a bajo. Tenía florituras bordeando el marco de la puerta.

Una mañana, la madre de las niñas se despertó algo enferma, así que se quedó todo el día en una habitación sentada en una mecedora con una de sus niñas más pequeñas en brazos y vigilando que no hicieran nada malo o no les pasara nada. Anna, como era la más mayor de las hermanas, decidió hacer las tareas de su madre y preparar la comida. Pero la pequeña Sophie la perseguía todo el día para jugar con ella. Sophie tenía a su hermana en un pedestal y quería ser igual que ella. La imitaba al hablar, utilizaba las mismas expresiones, se intentaba mover igual y vestirse igual que Anna. A ella a veces le parecía gracioso pero en ese momento la estaba poniendo nerviosa porque tenía que estar pendiente de la comida y muchas cosas más.

Cada vez que le decía que no a Sophie, ésta lloriqueaba y se quejaba de que no jugaba con ella porque ya no la quería. En un momento de desesperación, Anna gritó a su hermana pequeña para que le hiciera caso y fuera paciente, pero consiguió que la niña se asustara y huyera corriendo y llorando a la vez.

Anna se sintió mal y persiguió a su hermanita por todo el pasillo largo que llevaba hasta la puerta de entrada, pero no la alcanzó y Sophie salió fuera. Cuando llegó la muchacha, no podía abrir la puerta. Se había cerrado y no había otra salida en la casa. Anna estaba nerviosa. Forzaba el pomo de la puerta y estiraba de ella para abrirla pero no podía.
Tampoco conseguía ver a su hermana pequeña, hasta que , de repente, apareció delante de la puerta toda ensangrentada. Tenía su vestido chorreando de la sangre que le salía de los ojos, de la boca, de la nariz. Le aparecían manchas de sangre en la ropa, como si tuviera una herida debajo de ella y al tocar la tela se esparciera el líquido.

Anna no podía soportar ver eso. Su hermana gritaba de dolor y se tambaleaba. Ella seguía intentando abrir la puerta, ya golpeando el cristal. Era inútil. Cayó al suelo y su impotencia la sumió en un llanto que apenas la dejaba ver más allá de sus dedos que cubrían sus ojos ante tal horror. De repente se preguntó si su madre y sus hermanas la habrían oído y cuando se puso en pie para ir dentro corriendo, la puerta se abrió. Anna se dio la vuelta y antes de que pudiera salir para atender a su hermana, se despertó de aquella pesadilla llena de vestidos blancos de muñeca que tanto la aterraban. Estaba en su cama junto a su única hermana pequeña, Sophie. Ésta la miraba y le acariciaba el pelo para tranquilizarla y ayudarla a olvidar aquel terrible sueño.

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